La cuestión que resulta verdaderamente incómoda es bastante clara: ¿de qué manera vamos a generar la electricidad suficiente para alimentar todo el impulso que significa la inteligencia artificial? No es una exageración. Según proyecciones de la International Energy Agency (IEA), el consumo eléctrico de los centros de datos podría más que duplicarse para 2026, alcanzando o incluso sobrepasando los 1 000 TWh al año — un volumen de energía comparable al que consume un país como Japón. Para 2030, se espera que la demanda total de esos centros siga escalando, impulsada en gran medida por la expansión de la IA.
Para poner esta magnitud en perspectiva: la IA ya se está transformando en un hito de inflexión en la demanda energética global. En 2024, los centros de datos representaban aproximadamente el 1.5 % del consumo mundial de electricidad —una cifra que los expertos anticipan podría duplicarse hacia 2030—. En algunos casos, estas instalaciones individuales pueden llegar a requerir una cantidad de energía equivalente a la que demanda un gran número de hogares al mismo tiempo.
¿Qué hay detrás del “gasto energético” de la IA?
Cada vez que haces una pregunta a un modelo de IA generativa, el sistema dispara millones de operaciones en chips de alta potencia, que trabajan sin pausa, respaldados por redes de datos y sistemas de refrigeración vigilando su temperatura las 24 horas del día.
Aunque recientes estimaciones sitúan el consumo por consulta en unos 0.3 Wh —menos de lo que se calculaba originalmente—, ese valor sigue siendo importante cuando se multiplica por millones o incluso cientos de millones de interacciones diarias.
Así, lo que a primera vista parecería un gasto mínimo termina acumulándose hasta comportarse en la práctica como un consumo masivo: gigavatios y teravatios-hora cada año si la escala continúa creciendo.
Contraste sorprendente: el cerebro humano vs. la IA
Aquí surge un dato que debe hacernos reflexionar: el cerebro humano, esa máquina biológica capaz de razonamiento, creatividad y decisiones complejas, opera con apenas 20 watts de potencia continua —lo que equivale a la energía que consumiría una lámpara tenue.
Con ese reducido presupuesto energético, nuestras decenas de miles de millones de neuronas realizan tareas cognitivas muy complejas. Mientras tanto, para replicar —de forma artificial— procesos similares, las actuales infraestructuras digitales requieren redes enteras de servidores, con consumos energéticos que son órdenes de magnitud mayores.
Esto revela algo contundente: no se trata únicamente de aumentar la capacidad de cómputo, sino de buscar un cómputo radicalmente más eficiente.
Eficiencia, pero con sus riesgos: el “efecto rebote”
Sí, la industria tecnológica presume mejoras constantes en eficiencia: chips más optimizados, técnicas para reducir la carga computacional, modelos comprimidos, y otras innovaciones. Todas son necesarias y bienvenidas.
Sin embargo —como advierten expertos— ese ahorro energético por operación puede ser engañoso. Si baja el costo energético de usar la IA, lo más probable es que su uso se dispare: más consultas, más demandas y, en consecuencia, un consumo global aún mayor.
Si no se gestionan con cuidado estos sistemas —por ejemplo, priorizando cargas críticas, trasladando cómputo a horarios de baja demanda, o usando infraestructuras más descentralizadas (edge computing)— la escalada de consumo continuará.
Claves para una IA sostenible: energía, transparencia y gobernanza
De cara al futuro, los expertos coinciden en que se necesitan varios cambios profundos. Primero, una transición energética clara hacia fuentes renovables confiables —solar, eólica, con almacenamiento, y en algunos casos nuclear — para asegurar un abastecimiento estable sin afectar a las redes ni al consumo residencial o industrial.
Además, debe existir transparencia rigurosa: centros de datos e proveedores de servicios de IA deberían reportar —de manera pública y estandarizada— cuánta electricidad y cuánta agua consumen por cada mil consultas, por ejemplo. Así sería posible establecer comparaciones, medir impactos y exigir responsabilidad.
También debe replantearse la forma en que diseñamos modelos de IA: no sólo como máquinas de alto rendimiento, sino como sistemas energéticamente responsables —priorizando eficiencia, “verdadera” sostenibilidad y conciencia ambiental.
Porque, al final, la IA no “vive en la nube” —vive en cables, turbinas, redes eléctricas, en plantas generadoras. Y si seguimos expandiendo su uso sin medidas claras, podemos acabar pagando una factura muy cara: en electricidad, recursos naturales, medio ambiente y equidad.



