Hablando de historia y otras cosas, ¿sabían ustedes que el chicle, es decir, la savia del árbol del chicozapote, ya era conocido por los mayas desde la época prehispánica?
Qué tal, les saluda Lorena Careaga y hoy hablaremos de algunos vaivenes en el devenir del sicté, como se le denomina en maya, o tzictli, en náhuatl.
Curiosamente, Antonio López de Santa Anna juega un papel en esta historia. Se dice que fue su secretario, el estadunidense Thomas Adams, quien tuvo la idea de comercializar el chicle, esa sustancia elástica e insípida que masticaban los soldados mexicanos para mitigar la sed, añadiéndole azúcar y saborizantes artificiales. En 1871, patentó una máquina para producir goma de mascar y fundó la Adams New York Gum, fabricante de los famosos Chiclets Adams. A partir de ese momento, comenzaría a crecer la demanda global de esta resina.
Los primeros chicleros llegaron a Quintana Roo en 1915, provenientes de Veracruz, Chiapas, Yucatán y Belice, y las selvas quintanarroenses, junto con el suroeste de Campeche, se convirtieron en una de las regiones más productivas del mundo. Tan solo en el territorio federal, la producción pasó de 45 toneladas en 1917, a 2,300 toneladas en 1929, para luego desplomarse estrepitosamente, dadas las condiciones del mercado internacional, provocadas por la crisis financiera. La Segunda Guerra Mundial generó una nueva demanda de chicle, y en 1942 se produjeron casi 4 mil toneladas, es decir, la mayor cantidad de este látex en la historia de Quintana Roo.
A partir de ese momento, la extracción del chicle se realizó de manera más controlada, según el clima, las lluvias y las concesiones de selva explotable. También empezó a cambiar la peligrosa pero fascinante vida de los chicleros en los hatos, como se llamaban sus campamentos, tema que abordaremos en una futura ocasión.