En el imponente bosque que se extiende por la zona de la ciudad de México, conocido como El Ajusco, se ha convertido en escenario de una realidad dolorosa: familias enteras se adentran en porciones del terreno —que abarcan aproximadamente 61 000 metros cuadrados— con la esperanza de hallar algún indicio de sus seres queridos desaparecidos. Allí, en el corazón de lo que sería un refugio natural para la vida, se entrelazan la angustia de quienes buscan y la actuación institucional que acompaña los rastreos.
Desde muy temprano, grupos de familiares comienzan su marcha en un punto identificado con el nombre de “Las Cruces”, ubicado dentro del parque nacional que comprende la zona de Cumbres del Ajusco. Gritan consignas como “hasta encontrarles”, con la firme convicción de continuar mientras no surja una pista. A su lado, se alinean voluntarios, funcionarios de la Fiscalía de la Ciudad de México, integrantes de la Comisión de Búsqueda capitalina, bomberos, elementos de la Guardia Nacional, e incluso personal de la Comisión de Recursos Naturales y Desarrollo Rural. El esfuerzo colectivo se organiza en brigadas —unas 400 personas conforman los equipos ese día— para inspeccionar tanto las zonas altas como las más bajas del terreno, segmentos que las autoridades han señalado como de especial interés por hallazgos anteriores.
Una de las muchas historias que emergen es la de Claudia San Román Aguilar, quien se trasladó desde Atizapán de Zaragoza, en el Estado de México, para buscar a su hija Reyna Karina, desaparecida el 8 de diciembre de 2012 cuando tenía 25 años. Por su parte, Vanessa Gámez —madre de Ana Amelí García, quien desapareció tras ascender hacia el Pico del Águila el 12 de julio de este año— confiesa: “No sabes si puedes comer, si puedes dormir… a veces en mi casa parezco un fantasma”. Estas voces muestran el peso constante de la incertidumbre y la espera que acompaña a las familias buscadoras.
El titular de la Comisión de Búsqueda de la Ciudad de México, Luis Gómez Negrete, afirma que se han explorado tanto las partes altas como las bajas del Ajusco, áreas hasta ese momento señaladas como prioritarias por investigaciones previas. Por ejemplo, Carolina Espinoza, de 52 años, lleva cinco años buscando a su esposo Ignacio Santiago Pérez, quien desapareció el 12 de julio de 2020 en la alcaldía Magdalena Contreras mientras se dirigía a su trabajo. Otra historia es la de Joel Martínez, cuyo hijo, taxista también llamado Joel, desapareció el 19 de octubre de 2024 en San Miguel Ajusco durante un servicio; “Quiero que mi hijo sepa que lo andamos buscando, queremos que regrese con vida”, dice con esperanza inmediata.
El escenario de búsqueda no se limita a unas cuantas familias: María del Rocío Fragoso Granada busca a su hija Karen Estefanía, desaparecida con 23 años el 27 de octubre de 2018; José Díaz de León, de 75 años, sigue rastreando a su hija Josefina, que desapareció en 2016; Ana Lilia Javier Acevedo prometió a su madre que jamás abandonarían la búsqueda de su hermano Héctor, desaparecido en 2018; María de Lourdes Bermúdez Ugalde retira una foto de su hija Juana Lourdes, desaparecida en 2024… Y así, decenas de rostros, decenas de historias, se dan cita en este sitio donde la naturaleza y la tragedia se entrecruzan.
Las cifras oficiales revelan la magnitud de la crisis: México ha reconocido la desaparición de cerca de 127 000 personas, al mismo tiempo que se estima la existencia de aproximadamente 5 600 fosas clandestinas, más de 72 000 cuerpos sin identificar, y una impunidad cercana al 99 % en estos delitos, de acuerdo con el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU. En este contexto, las búsquedas en el Ajusco —que tuvieron el acompañamiento de antropólogos forenses cuando se hallaron restos óseos— aumentan su visibilidad y apelan a la urgencia de una respuesta efectiva.
Las brigadas concluyen la jornada en el albergue Alpino Ajusco, cansadas pero con la voluntad intacta. Con su presencia en el bosque respiran la esperanza de un hallazgo que pueda devolverles algo de tranquilidad, aunque sólo sea un indicio, una pista, una señal. Más allá del paisaje verde del Ajusco, el compromiso permanece: “ya no buscamos culpables; sólo buscamos a nuestros hijos”, dice Claudia San Román, quien ha rastreado desde aguas negras hasta basureros en su incansable búsqueda de su hija.
Este bosque —que para muchos representa calma y recreación— para otras tantas familias es sinónimo de espera, de angustia y de un anhelo persistente: encontrar a los desaparecidos.


