Tobias Ostrander, actual director del Museo Tamayo, mira los muros del recinto como si fueran espejos del tiempo. En ellos no solo cuelgan obras, sino pulsos de un país que se reinventa entre pinceladas. “La pintura mexicana está más viva que hace 15 años”, afirma con la seguridad de quien lleva décadas observando el arte transformarse, morir simbólicamente y luego renacer con más fuerza.
Su declaración no es exagerada. En los últimos años, México ha experimentado un renacimiento pictórico que recuerda a los grandes momentos del siglo XX, cuando los muralistas llenaban de color las paredes públicas y convertían el arte en una herramienta de identidad nacional. Sin embargo, esta nueva etapa no busca repetir el pasado, sino dialogar con él. “La diferencia es que ahora la pintura se nutre de muchas más voces: indígenas, femeninas, queer, migrantes, digitales. Es un lenguaje coral”, explica Ostrander.
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Desde su oficina en Polanco, rodeado de bocetos, fotografías y libros de arte latinoamericano, el curador habla con entusiasmo de una generación que está redefiniendo los límites del lienzo. “Durante mucho tiempo se pensó que la pintura estaba en crisis frente al videoarte, la instalación o la inteligencia artificial. Pero hoy vemos artistas que retoman el óleo y el acrílico como un acto político, como una resistencia ante la fugacidad de lo digital.”
Entre esos nombres emergen figuras como María Conejo, cuya serie Cuerpos de tierra explora la conexión femenina con el paisaje, o César Ordóñez, quien utiliza pigmentos naturales para retratar la memoria ambiental del país. También destacan Adriana Martínez, Axel G. López, Gabriel de la Mora y Sofía Echeverri, artistas que mezclan pintura, collage, objetos y performance en una búsqueda constante de identidad. “Sus obras no solo se miran, se sienten; están hechas para confrontar al espectador con su tiempo”, afirma Ostrander.
El fenómeno no se limita a los museos de la capital. En ciudades como Oaxaca, Guadalajara y Monterrey, talleres independientes han florecido como espacios de creación colectiva. En Oaxaca, por ejemplo, el proyecto Taller Rufino Tamayo ha formado a decenas de jóvenes que trabajan con materiales reciclados, pigmentos vegetales y temáticas sociales. En Guadalajara, el espacio PAOS GDL impulsa residencias artísticas que promueven el diálogo entre la pintura y la tecnología.
“Hay una energía descentralizadora que me emociona”, comenta el curador. “El arte mexicano ya no depende solo de la Ciudad de México. Hay núcleos creativos que están dando voz a otras narrativas.” Esa diversificación también se refleja en las ferias internacionales: en 2025, el artista sonorense Luis Hampshire presentó en la Bienal de Venecia una serie de pinturas hechas con polvo de grafito extraído de minas del norte del país, un gesto que une ecología, economía y estética.
El Museo Tamayo prepara para 2026 una exposición de gran escala titulada La pintura después del fuego, una revisión de la práctica pictórica contemporánea latinoamericana. El proyecto reunirá más de 60 artistas de distintas generaciones y técnicas. “Queremos mostrar que la pintura sigue siendo un lenguaje vivo, no una reliquia. Es el reflejo de cómo sentimos y pensamos el presente”, explica Ostrander.
El auge actual también tiene raíces en la historia reciente. Tras la crisis económica de 2008 y el periodo pandémico de 2020, muchos artistas se refugiaron en la pintura como una forma de introspección. “Fue un regreso a lo táctil, al gesto humano. Después de tanto encierro digital, volver al lienzo fue un acto de libertad”, dice Alicia Mejía, crítica de arte y profesora de la UNAM.
Esa necesidad de volver al origen se nota en las obras que hoy llenan galerías y ferias. En la última edición de Zona MACO, la principal feria de arte contemporáneo en México, la pintura fue la protagonista indiscutible. De las más de 200 galerías participantes, más del 60% presentó obra pictórica. “Es curioso —dice Ostrander sonriendo—, la pintura siempre vuelve. Y cada vez lo hace más joven.”
Los nuevos pintores mexicanos no temen abordar temas complejos: migración, violencia de género, medio ambiente, espiritualidad. “Hay una valentía que no se veía hace una década”, comenta el curador. “Sus obras no buscan complacer, buscan incomodar, abrir conversación.” En ese sentido, la pintura vuelve a ser un medio de crítica social, como lo fue en los tiempos de Orozco y Siqueiros, pero desde perspectivas diversas y contemporáneas.
El crecimiento también se ha visto impulsado por plataformas digitales que acercan la pintura a nuevas audiencias. Artistas emergentes venden directamente sus obras por redes sociales o a través de NFT artísticos. “No hay una brecha entre lo tradicional y lo digital; ambos se alimentan”, explica Gabriela Rangel, curadora independiente. “Un joven puede pintar sobre lienzo y luego usar inteligencia artificial para explorar las variaciones de color y composición.”
A pesar de los avances, el sector enfrenta desafíos. La falta de políticas públicas consistentes para apoyar la producción y distribución artística sigue siendo un obstáculo. “México tiene talento desbordante, pero necesita infraestructura para sostenerlo. Museos con presupuestos limitados, becas que tardan años en llegar y una educación artística que no llega a todas las regiones son temas que debemos resolver”, advierte Ostrander.
El director del Tamayo insiste en que el arte es también una forma de ciudadanía. “La pintura es una manera de estar presentes. Nos enseña a mirar con atención, a entendernos como parte de un todo. En un mundo saturado de pantallas, detenerte frente a una obra y sentir algo real es un acto radical.”
Mientras camina por las salas del museo, observa una obra reciente de Sandra Gamarra, artista peruana radicada en México, en la que se mezclan retratos coloniales con escenas urbanas contemporáneas. “Esto es lo que somos: una mezcla de pasados y futuros. Y la pintura tiene la capacidad única de contenerlos todos.”
Ostrander sonríe. “Hace 15 años muchos daban por muerta la pintura. Hoy está más viva que nunca, porque nos recuerda que el arte no depende de la tecnología, sino de la emoción humana.”
En un país donde la creatividad es resistencia, la pintura mexicana vuelve a ocupar el lugar que siempre tuvo: el de un espejo que refleja la memoria colectiva, los sueños y las contradicciones de una nación que se pinta a sí misma todos los días.
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Con información de LA JORNADA

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