Desde niños, todos los mexicanos hemos escuchado el relato de los seis alumnos que dieron su vida en defensa de la patria, principalmente de aquél que tomó el lábaro patrio y se lanzó al vacío envuelto en él.
La historia es al día de hoy una leyenda, y lo es por toda la narración que se formó alrededor de aquella batalla en el Castillo de Chapultepec.
¿Cómo un acontecimiento dramático de hace 173 años se convirtió en la leyenda que conocemos? y ¿cómo se instituyó en la conmemoración oficial de la guerra que el país vivió entre 1846 y 1848 contra Estados Unidos?
Hace 173 años México estaba en guerra con Estados Unidos. A pesar de los diversos enfrentamientos armados, los agravios estadunidenses, los muchos militares que participaron e incluso la fundación de la Guardia Nacional en septiembre de 1846, popularmente hoy sólo se recuerdan cuatro aspectos de aquellos años: la pérdida de la mitad del territorio nacional; la repetida “traición” del general Antonio López de Santa Anna; la batalla de Chapultepec; y la hazaña de Juan Escutia, uno de los seis jóvenes alumnos del Colegio Militar, conocidos como los Niños Héroes. A ellos se les conmemora cada 13 de septiembre su “hazaña heroica”, aunque hoy se trata de una de las fechas menos recordadas.
Chapultepec: 13 de septiembre de 1847
Después de un año y medio de guerra con Estados Unidos, el Valle de México contempló la llegada de un ejército de 10 mil efectivos al mando del general Winfield Scott. Su objetivo: capturar o amenazar la capital mexicana para iniciar las negociaciones de paz y buscar la cesión de los territorios de Nuevo México y la Alta California a su gobierno.
Así, un plan defensivo orquestado por los generales mexicanos, encabezados por Santa Anna, contempló la formación de dos anillos defensivos alrededor de la capital para resistir al ejército invasor y asestarle un golpe al momento de comprometerse con alguno de los puntos fuertes de estas líneas -ya fuera Peñón Viejo, Mexicaltzingo o la hacienda de San Antonio-, y para ejecutarlo Santa Anna y el resto de generales concentraron 20 mil efectivos de diversas partes del centro y norte del país, entre militares y guardias nacionales.
Los primeros enfrentamientos se libraron el 20 de agosto de 1847 en Lomas de Padierna y Churubusco, al sur de la ciudad, con un resultado desfavorable para los mexicanos, por lo que la defensa se concentró en el perímetro de la capital. Tras un breve armisticio, el 8 de septiembre se libró al poniente del bosque de Chapultepec la batalla de Molino del Rey y Casa Mata, creyendo el ejército invasor que había una fundición de cañones y un almacén de pólvora en este sitio.
El resultado fue la batalla con mayores bajas para ambos bandos, con cerca de mil mexicanos y 850 estadunidenses muertos y heridos, por no agregar que los invasores no encontraron ninguna fundición ni almacén, además de no quedarse en el terreno del enfrentamiento.
Para encubrir su error, el general Scott ordenó seguir el ataque por el poniente de la ciudad sobre Chapultepec, punto considerado “inexpugnable” y entonces recinto del Colegio Militar.
Sus defensas, sin embargo, eran endebles, con algunas fortificaciones menores, minas y costales de tierra apenas defendidos por 832 efectivos, de acuerdo con el general Nicolás Bravo, comandante en jefe del castillo, y quien manifestó tiempo después sentirse abandonado por Santa Anna, en tanto que el general Mariano Monterde, director del Colegio Militar, señaló la imposibilidad de convertir lo que era un palacio virreinal en una fortaleza.
A lo largo del 12 de septiembre el Castillo de Chapultepec fue bombardeado peligrosamente, lo que motivó a Santa Anna a no enviar refuerzos en un primer momento. En el castillo resistieron 300 efectivos integrados por una cincuentena de alumnos del Colegio Militar, guardias nacionales y militares, quienes apenas contaron con tres cañones para responder al fuego.
Al amanecer del 13 de septiembre, las brigadas estadunidenses avanzaron en número de 7 mil efectivos, mientras que Santa Anna situó en el cruce de los caminos a la Ciudad de México, actualmente avenidas Chapultepec y Melchor Ocampo, a la Tercera Brigada del general Joaquín Rangel, de la cual sólo se pudo enviar al castillo al Batallón Guardacostas de San Blas –formado con efectivos de Nayarit– al mando del coronel Felipe Santiago Xicoténcatl, oriundo de Tlaxcala, quien pereció junto a la mayor parte de la unidad.
Las posiciones del bosque rápidamente cayeron y los defensores se replegaron al castillo, el cual fue atacado desde el poniente y sur hasta que los enemigos lo capturaron. Al verse superados numéricamente, muchos defensores decidieron huir, escapando por la parte más escarpada del cerro. Muchos murieron al caer de varios metros de altura.
A las 10:00 de la mañana el castillo quedó a merced del invasor y los enfrentamientos continuaron hasta las goteras de la capital mexicana, donde vecinos se unieron a los defensores. Una vez llegó la calma, los estadunidenses enterraron a los muertos del castillo y de la falda del cerro en las diversas zanjas que existían en el bosque de Chapultepec. En una de esas fosas fueron depositados los alumnos del Colegio Militar.
El 20 de agosto de 1848, apenas dos meses después de haberse desocupado la capital del país por los invasores, un grupo de guardias nacionales conmemoró en el convento de Churubusco los recuerdos de la batalla que un año atrás habían librado, compartiendo a curiosos y a familiares sus experiencias. El nombre de esta institución fue galardonada por los gobiernos liberales de entonces, pero como suele suceder tras las derrotas, se buscaron responsables.
El primer inculpado fue el general Santa Anna, quien residía en Turbaco, Colombia; parece que los críticos ignoraron que todas las decisiones, por minúsculas que fueran, eran discutidas bajo consenso de los generales. El segundo responsable fue el Ejército.
En los diarios de la época se manifestaron diversos reproches contra las fuerzas militares, mostrándolos como oportunistas políticos antes que defensores del país. En respuesta, algunos militares salieron en defensa de la institución. El teniente coronel retirado Juan Ordóñez expresó en 1848:
“Vergüenza da que unos mexicanos, adulando tan bajamente al enemigo, traten de humillar en su presencia a esa juventud guerrera del Colegio Militar, a esas tropas del país que compuestas de permanentes y guardias nacionales han merecido justos elogios del mismo enemigo, por haberse batido con honor y gloria en defensa de la patria (El Siglo Diez y Nueve, 4 de julio de 1848)”.
Como puede desprenderse de este comentario, ya se hablaba de la participación de una juventud guerrera. Sería en 1849 cuando Mariano Monterde, junto a otras autoridades de Colegio Militar, solicitaron permiso al gobierno para rendir honores a sus elementos caídos en combate.
De esta forma, entre las ruinas del Castillo de Chapultepec se realizó una misa el 13 de septiembre de 1849 donde se expusieron unos cuadros que retrataban a los seis caídos: al subteniente Juan de la Barrera y a los alumnos Vicente Suárez, Agustín Melgar, Francisco Márquez, Juan Escutia y Fernando Montes de Oca.
En los discursos dados ese día no sólo sus camaradas reconocieron su valor, sino que Monterde se refirió a ellos como niños.
Los nombres de los jóvenes serían repetidos dos días después por el alumno Manuel Ramírez de Arellano –amigo del futuro presidente Miguel Miramón y también testigo como él de la batalla– y en 1852 nuevamente por Monterde, quien expresó que “siendo niños menores de edad, se ofrecieron en holocausto a la patria” (Oración cívica, 27 de septiembre de 1852).
En los años siguientes, aunque no tuvieran reconocimiento en el calendario cívico, las batallas de Churubusco y Chapultepec se mantuvieron vivas entre aquellos que habían participado en ellas. Los conflictos políticos y las luchas partidistas llevaron a que ambas fueran vistas con recelo por uno u otro bando. Así, cuando los liberales derrocaron la dictadura de Santa Anna, el presidente Ignacio Comonfort ordenó en 1856 erigir dos monumentos que sirvieron como mausoleos en conmemoración a las batallas de Churubusco y Molino del Rey, dado que ahí tuvieron amplia presencia las guardias nacionales.
Esa fue también la vez primera que el Ejecutivo asistió a las honras de los veteranos. Por otra parte, Chapultepec se mantuvo como una memoria propia entre los alumnos de Colegio Militar; y ni hablar de la batalla de Padierna, cuya existencia sólo se recordó hasta 1896, cuando se erigió un austero obelisco en el sitio de la batalla.
Fue durante el gobierno de Benito Juárez, en 1871, cuando un grupo de ex alumnos del Colegio Militar y participantes de la batalla del 13 de septiembre fundaron la Asociación de Colegio Militar, quienes propusieron conmemorarla el 8 de septiembre, aniversario de la batalla de Molino del Rey.
Su decisión pudo deberse para no ser opacados por los festejos de la Independencia. En esa primera conmemoración de 1871 se contó con la presencia del presidente Juárez y se hizo mención de los héroes de Molino del Rey (Lucas Balderas, y el general Antonio León), y de Chapultepec (el coronel Santiago Xicoténcatl y los seis alumnos).
Sin embargo, fue con Porfirio Díaz cuando la conmemoración adquirió un carácter oficial, donde cada 8 de septiembre Díaz asistió en compañía de los secretarios de Estado al aniversario; realizándose declamaciones y discursos por alumnos del Colegio Militar. Al finalizar la ceremonia, el presidente honraba a los caídos colocando una ofrenda floral, tradición perpetuada hasta el día de hoy. En 1882 la Asociación inauguró con el apoyo presidencial un obelisco a las faldas del cerro de Chapultepec, para conmemorar a los jóvenes muertos el 13 de septiembre.
Estos actos limpiaron el nombre y la reputación del Ejército que en los años inmediatos a la guerra fue señalado como responsable de la derrota, como se comentó. El 8 de septiembre convirtió una desgracia nacional en una conmemoración de héroes martirizados. Más aún: la muerte de jóvenes (o niños) en Chapultepec permitió mostrar sus defunciones como el más puro sacrificio al país, siendo la más destacada la caída de Juan Escutia envuelto en la bandera.
A pesar de lo extravagante del relato, lo debemos entender como la síntesis del heroísmo, abnegación y entrega que busca todo militar, y no debe resultarnos curioso o absurdo, como hay quienes lo han señalado, ya que a lo largo de la historia han existido anécdotas sobre individuos que mueren rescatando banderas. El caso más cercano se dio durante la Guerra del Pacífico, conflicto entre Perú, Bolivia y Chile, cuando se relató que en la toma del Morro de Arica (7 de junio de 1880), una vez que el ejército chileno tenía atrapadas a las fuerzas del Perú en la altura del Morro, el coronel peruano Alfonso Ugarte tomó la bandera nacional y se lanzó al vacío.
Más allá de la veracidad de estos relatos, el significado que guardan permitió a las instituciones militares educar en su momento a su oficialidad y garantizar su lealtad al Ejército y al Estado con suma efectividad. Además, recordemos que México no vio una estabilidad política desde su independencia hasta la llegada de Porfirio Díaz al gobierno, por lo que la memoria de los niños héroes permitió crear un ejemplo de virtud y lealtad en su época.